jueves, 28 de junio de 2012

Carcelona y la educación en España

Santiago García Tirado escribe en sigueleyendo.es este análisis de Carcelona que supera todas mis expectativas. Carcelona es una obra a la que le sobran motivos para ser considerada sexy. Entre ellos, el olfato con que Marc Caellas ha seleccionado citas de otros autores. Podría extenderme hablando del libro, de Barcelona, de la grima condal, pero ya me he explicado antes en otros sitios. Advierto: quien se acerque al libro pensando en encontrar un digest sobre la ciudad se va a llevar un buen chasco. El precio irrisorio de su versión digital es otro elemento que puede inducir a equívocos. El repertorio de temas, el acumulo de datos y referencias a hechos recientes, la destreza con que Marc Caellas condensa en muy pocas páginas un más que solvente análisis de la ciudad, dotan a la obra de un atractivo irresistible. Se acaba en el culmen del placer, y ni siquiera consuela fumarse un cigarrillo. Hoy Carcelona me ha llevado al tema de la Educación, en general, la de la Carcelona original y la del resto de la cárcel ibérica. A su estado de desintegración actual, antes de haber llegado nunca a nada. Todo a cuenta de una cita que recoge en el primer capítulo, Carcelona rules. Marc Caellas cita a Foucault, y Foucault cita la educación. Yo me paso el día hablando de educación. Trabajo en educación, de ahí que (han acertado) sea uno de esos seres melancólicos con déficit prematuro de libido y tendencia a llorar por los rincones. Foucault dice ahí (y no dejen de tomar nota de la atemporalidad con que se expresa): “Cierto significado común circula entre la primera de las irregularidades y el último de los crímenes: (…) es la anomalía; esto es lo que obsesiona a la escuela, al tribunal, al asilo o a la prisión.” El análisis es válido, por encima del tiempo transcurrido. El diferente, el de comportamiento extraño, el que no sigue a la masa tiene que ser sometido, domesticado: educado. El problema que encuentro en la actualidad es que los estados han ido afilando sus herramientas hasta alcanzar niveles de sofisticación y cinismo alarmantes. Yo soy miembro de la comunidad educativa de un estado. Luego tengo que confesarme: Soy agente de una descomunal y soberana estafa llamada “Educación Española”. Les explico mis funciones: entro a clase, conecto la luz, paso lista, explico un tema (pongamos: “diferencias entre los morfemas flexivos y derivativos”, un peliculón), me aseguro de que nadie ha sufrido una crisis hepática en los últimos 50 minutos, despido la clase, apago la luz. Un compañero o compañera los recibe en otra clase, y así hasta siete veces en un día. Los padres agradecen esta labor social, ya que en esas cinco horas sus chicos han estado bajo custodia y no ha habido que preocuparse de ellos. Fuera de esa digna contribución al orden social, mi trabajo consiste en asistir a reuniones, rellenar impresos, explicar a los padres cuando vienen a consulta que su hijo o hija es normal, adolescente con lo que eso implica, pero normal. Y así colmo de alegría a cada una de esas familias. Ya está. La escuela que surgió en los primeros años de democracia, con su habilidad para crear debate, potenciar entre los alumnos el espíritu crítico, enseñar la importancia del respeto a la opinión ajena, dotar a los estudiantes de herramientas para elaborar juicios propios (y no juicios dirigidos), todo eso ha quedado en el camino. Como lastre inútil. Unos le dieron prioridad a los aspectos utilitarios de la educación (lo que tiene salida laboral, lo técnico y/o científico); otros, a la eliminación de cualquier concepto que no fuese materia examinable. Ética, debate, información abierta, análisis: todo sonaba ya a subversivo. A rojo. A enemigo de la patria. Su patria. Y así de gozosos hemos llegado hasta aquí, a este año 2012 que Foucault ni hubiera llegado a columbrar. El año en que el alumno diferente ha dejado de ser un peligro porque está debidamente narcotizado; el profesor diferente, amordazado y advertido; el colegio diferente por fin desahuciado y puesto bajo control. Es un clima maravilloso para seguir operando la involución fascistoide, reduciendo costes, hipotecando el futuro de generaciones, y todo ello con cargo a una crisis de la que nos quieren convencer de que llegó una tarde de primavera, irremediable como una gripe. Pero la hipoteca es otra. Es la hipoteca de una ciudadanía sin criterio, que no ha ejercitado el sentido de la discrepancia. Que ni se plantea una rebelión, porque ni sabe que la rebelión es posible, y es plausible. Toda una generación que pasó por nuestras aulas y a las que ya ni se les planteó la posibilidad de un espíritu crítico. Es el saldo de 35 de años de democracia en los que la Educación fue huyendo de sí misma hasta olvidar su función. Y eso es lo que sobrecoge de Carcelona, que habla de una ciudad que es epicentro y síntoma de algo más grande, mucho más preocupante, que se llama España. Un país donde, ya ven, se golpea duro y a continuación se amenaza a la ciudadanía para que siga su camino, y en silencio. Lo otro, el derecho a la discrepancia, es cosa de alborotadores, insociables, violentos. Es cosa de los distintos. Y que una parte tan grande de la población acepte que esto es así, porque no puede ser de otro modo, significa que los que enseñamos hemos cumplido muy bien nuestro trabajo. Marc Caellas también cita a Thoreau: “Bajo un gobierno que encarcela injustamente a cualquiera, el verdadero lugar de un hombre justo es también una prisión”. Ahí lo tienen, implícito, el próximo paso que nos espera en esta maravillosa España Democrática. Educación Española hace pueblos felices.

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